El concepto «imperio de la ley» se nos suele vender a menudo como receta de progreso y justicia igualitaria. En la teoría del neoliberalismo todos estaríamos sometidos a él, sin distinción de clases económicas u orígenes culturales. La realidad en cambio nos indica que bajo este imperio de la ley sólo se esconde la ley del imperio, entendiendo imperio en el sentido empleado por Negri y Hardt en su ya clásico libro.
La ley, al igual que sucede con la información o incluso con el lenguaje, no es neutral. En la ley está implícitamente escrito un proyecto político. Cuando nuestra ley otorga a una serie muy limitada de instituciones privadas el inmenso poder de crear dinero de la nada está plasmando, negro sobre blanco, un proyecto político totalitario. Cuando la ley establece el concepto de «persona jurídica» con el fin de igualar los derechos de los individuos y las corporaciones está defendiendo un proyecto político plutocrático. Cuando la ley consagra los derechos inviolables de la propiedad privada ilimitada sobre las necesidades materiales de las masas desposeídas pone los cimientos necesarios para la fundación de la mayor de las dictaduras, la fasciocapitalista.

El fascismo se adapta a los tiempos. Ahora, en su fase postmoderna, más sonriente y bajo un barniz pseudodemocrático, puede denominarse fasciocapitalismo
El discurso del fascismo se va adaptando a los tiempos: El uniforme militar es sustituido por los trajes de Armani; ahora es menos nacional-católico y más sionista, es menos xenófobo y más aporófobo, es menos identitario y más globalizador, es menos autárquico y más deslocalizado. Junto con los rasgos ya mencionados todos los demás elementos originarios (homofobia, machismo, represión, jerarquización extrema, islamofobia, militarismo, clerofilia…) siguen permaneciendo vigentes con envoltorios remozados. No obstante tras algunos cambios aparentes el neofascismo sigue siendo igual de autoritario, igual de violento, igual de colonialista, igual de dogmático, igual de ecocida y, sobre todo, igual de servil a los grandes propietarios a como siempre ha sido.
Entendemos por fasciocapitalismo la doctrina que promueve que todo el aparato represivo del que dispone el Estado (Ejército, Policía y Medios de Comunicación) debe ponerse al servicio de los intereses del capital privado para garantizarle tasas de beneficio siempre crecientes. La criminalización del sindicalismo, el ataque directo a sus principales líderes, el «vaciado» efectivo del derecho de huelga o la asfixia legal de la negociación colectiva son procedimientos plenamente válidos para esta ideología política deudora de Milton Friedman. Fue implementada con notable “éxito” en el Chile de Pinochet y exportada, bajo distintas presentaciones, a los cinco continentes. A veces podemos encontrarla bajo el nombre más amable de “neoliberalismo”. Thatcher, Reagan o Bush aplicándola en sus colonias o más recientemente Álvaro Uribe en su propio territorio han sido alguno de sus alumnos aventajados. Con pequeñas adaptaciones ajustadas a la realidad concreta de cada entorno geográfico es la doctrina dominante en el mundo actual, desde Honduras hasta la China.
El fasciocapitalismo ha incorporado todas las recetas del neoliberalismo para mejor dominar a los ciudadanos a través de la «fórmula Pinochet» y sus alianzas con la escuela económica de los «Chicago Boys». Los mecanismos de sometimiento social se van refinando a través de herramientas tales como el control financiero hegemónico de los mass-media, la ludopatización de la sociedad o la utilización de acciones terroristas bajo control del estado. Italia es un buen ejemplo de esta evolución, ya que reúne todos los ingredientes, incluido el terrorismo de bandera falsa («estrategia de la tensión«) para destruir a la izquierda y encarcelar a sus líderes, entre los cuales, por cierto estuvo el propio Toni Negri, antes mencionado.
Afortunadamente aún hay esperanza plasmada a través de numerosos movimientos sociales populares, cada vez más conscientes de los mecanismos que rigen el sistema.
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