
Kropotkin, un gigante del pensamiento que nos propone una antropología siempre vanguardista
(Textos tomados del Prólogo y las conclusiones de la obra «El Apoyo Mutuo: Un factor de la Evolución», del científico anarquista Piotr Kropotkin:
«En el mundo animal nos hemos persuadido de que la enorme mayoría de las especies viven en sociedades y que encuentran en la sociabilidad la mejor arma para la lucha por la existencia, entendiendo, naturalmente, este término en el amplio sentido darwiniano, no como una lucha por los medios directos de existencia, sino como lucha contra todas las condiciones naturales, desfavorables para la especie. Las especies animales en las que la lucha entre los individuos ha sido llevada a los límites más restringidos, y en las que la práctica de la ayuda mutua ha alcanzado el máximo desarrollo, invariablemente son las especies más numerosas, las más florecientes y más aptas para el máximo progreso. La protección mutua, lograda en tales casos y debido a esto la posibilidad de alcanzar la vejez y acumular experiencia, el alto desarrollo intelectual y el máximo crecimiento de los hábitos sociales, aseguran la conservación de la especie y también su difusión sobre una superficie más amplia, y la máxima evolución progresiva. Por lo contrario, las especies insaciables, en la enorme mayoría de los casos, están condenadas a la degeneración.
Pasando luego al hombre, lo hemos visto viviendo en clanes y tribus, ya en la aurora de la Edad Paleolítica; hemos visto también una serie de instituciones y costumbres sociales formadas dentro del clan ya en el grado más bajo de desarrollo de las primeras comunidades humanas. Y hemos hallado que los más antiguos hábitos y costumbres tribales dieron a la humanidad, en embrión, todas aquellas instituciones que más tarde actuaron como los elementos impulsores más importantes del máximo progreso. Del régimen tribal de los salvajes nació la comuna aldeana de los «bárbaros», y un nuevo círculo aún más amplio de hábitos, costumbres e instituciones sociales, una parte de los cuales subsistieron hasta nuestra época, se desarrolló a la sombra de la posesión común de una tierra dada y bajo la protección de la jurisdicción de la asamblea comunal aldeana en federaciones de aldeas pertenecientes, o que se suponían pertenecer a una tribu y que se defendían de los enemigos con las fuerzas comunes. Cuando las nuevas necesidades incitaron a los hombres a dar un nuevo paso en su desarrollo, formaron el derecho popular de las ciudades libres, que constituían una doble red: de unidades territoriales (comunas aldeanas) y de gremios surgidos de las ocupaciones comunes en un arte u oficio dado, o para la protección y el apoyo mutuos. También hemos considerado cuán enormes fueron los éxitos del saber, del arte y de la educación en general en las ciudades medievales que tenían derechos populares.
En su lucha por la vida -dice Kropotkin- el hombre primitivo llegó a identificar su propia existencia con la de la colectividad, y sin tal identificación jamás hubiera llegado la humanidad al nivel en que hoy se halla. Si los pueblos «bárbaros» parecen caracterizarse por su incesante actividad bélica, ello se debe, en buena parte al hecho de que los cronistas e historiadores, los documentos y los poemas épicos, sólo consideran dignas de mención las hazañas guerreras y pasan casi siempre por alto las proezas del trabajo, de la convivencia y de la paz. Gran importancia concede a la comuna aldeana y la propiedad compartida de la tierra, institución universal y célula de toda sociedad futura, que existió en la gran mayoría de los pueblos y sobrevive aun hoy en algunos. En ella no sólo se garantizaban a cada campesino los frutos de la tierra común sino también la defensa de la vida y el solidario apoyo en todas las necesidades de la vida. Enuncia una especie de ley sociológica al decir que, cuanto más íntegra se conserva la obsesión comunal, tanto más nobles y suaves son las costumbres de los pueblos. De hecho, las normas morales de muchos pueblos pre-románicos eran muy elevadas y su derecho penal relativamente humano frente a la crueldad del derecho romano o bizantino.
Sin embargo, la gran importancia del principio de ayuda mutua aparece principalmente en el campo de la ética, o estudio de la moral. Que la ayuda mutua es la base de todas nuestras concepciones éticas, es cosa bastante evidente. Pero cualesquiera que sean las opiniones que sostuviéramos con respecto al origen primitivo del sentimiento o instinto de ayuda mutua -sea que lo atribuyamos a causas biológicas o bien sobrenaturales- debemos reconocer que se puede ya observar su existencia en los grados inferiores del mundo animal. Desde estos grados elementales podemos seguir su desarrollo ininterrumpido y gradual a través de todas las clases del mundo animal y, no obstante, la cantidad importante de influencias que se le opusieron, a través de todos los grados de la evolución humana hasta la época presente.
Aún las nuevas religiones que nacen de tiempo en tiempo nunca fueron más que la afirmación de ese mismo principio. Hallaron sus primeros continuadores en las capas humildes, inferiores, oprimidas de la sociedad, donde el principio de la ayuda mutua era la base necesaria de la vida cotidiana; y las nuevas formas de unión que fueron introducidas en las antiguas comunas budistas y cristianas, en las comunas de los hermanos moravos, etc., adquirieron el carácter de retorno a las mejores formas de ayuda mutua que se practicaban en el primitivo período tribal. Cada vez que se hacia una tentativa para volver a este venerado principio antiguo, su idea fundamental se extendía. Desde el clan se prolongó a la tribu, de la federación de tribus abarcó la nación, y, por último -por lo menos en el ideal-, toda la humanidad. Al mismo tiempo, tomaba gradualmente un carácter más elevado.
En el cristianismo primitivo, en las obras de algunos predicadores musulmanes, en los primitivos movimientos del período de la Reforma y, en especial, en los movimientos éticos y filosóficos del siglo XVIII y de nuestra época se elimina más y más la idea de venganza o de la «retribución merecida»: «bien por bien y mal por mal». Llegamos así a la más elevada concepción moral: -No vengarse de las ofensas-, y el principio: «Da al prójimo sin contar, da más de lo que piensas recibir». Estos principios se proclaman como verdaderos principios rectores de la ética, como principios que ocupan más elevado lugar que la simple «equivalencia», la imparcialidad, la fría justicia, como principios que conducen más rápidamente mejor a la felicidad. Incitan al hombre, por esto, a tomar por guía, en sus actos, no sólo el amor, que siempre tiene carácter personal o, en el mejor de los casos, carácter tribal, sino la concepción de su unidad con todo ser humano, por consiguiente, de una igualdad de derecho general y, además, en sus relaciones hacia los otros, a entregar a los hombres, sin calcular la actividad de su razón y de su sentimiento y hallar en esto su felicidad superior. En la práctica de la ayuda mutua, cuyas huellas podemos seguir hasta los más antiguos rudimentos de la evolución, hallamos, de tal modo, el origen positivo e indudable de nuestras concepciones morales, éticas, y podemos afirmar que el principal papel en la evolución de la humanidad fue desempeñado por la ayuda mutua y no por la lucha mutua».
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